Olor a incienso

El olor a sándalo y jazmín anunciaba que esa tarde tocaba yoga en casa. Sonaba el timbre, ladraba un perro y mi madre salía a recibir a Ángel. Juntos avanzaban hasta el salón, atravesando nubes de incienso. Ángel, erguido y sereno, parecía caminar por encima de aquel humo blanco. Sentados en el suelo sobre sus esteras empezaban la clase. Yo entraba detrás y, con curiosidad infantil y silencio absoluto, me quedaba observando la escena desde un rincón. A mí, que siempre fui una niña mística y solitaria, me gustaba aquella paz. Tanto que, años más tarde, quise apuntarme a las clases de yoga infantil en Sadhana. Tras los asanas, posturas de hatha yoga que yo trataba de imitar, llegaba la hora la hora de meditar. Yo, atenta a las instrucciones de Ángel, me tendía en el suelo, relajaba mi cuerpo de los pies a la cabeza, respiraba hondo y comenzaba a pensar en nada. El resultado, para mí, era una reconfortante siesta.
(…)
En el verano de 1977 mi madre fue a un retiro de yoga en Collbató, un municipio de la comarca del Bajo Llobregat en Cataluña. Una vez más, me llevó con ella. André Van Lysebeth era el maestro que dirigía aquel seminario. Para él el yoga no consistía en complicadas acrobacias, sino en “entrar en comunicación con el propio cuerpo, penetrarlo en conciencia, transfigurarlo, espiritualizarlo”. Yo era, junto con el hijo de uno de los maestros, la única niña que había en aquel lugar. Así que allí andaba yo, entre adultos meditabundos entregados a la espiritualización de sus cuerpos. Recuerdo que ya entonces pensé que a los místicos occidentales les faltaba desparpajo y les sobraba pesadumbre.

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