Llueve en Dharamsala
En Dharamsala llovía a cántaros. Pero no olía a lluvia. El olor a lluvia siempre anuncia algo nuevo. Y aquella historia no era nueva. Era la historia de nunca acabar. Estaba estancada y olía a moho.
En Dharamsala llovía a cántaros. Pero no olía a lluvia. El olor a lluvia siempre anuncia algo nuevo. Y aquella historia no era nueva. Era la historia de nunca acabar. Estaba estancada y olía a moho.
Yo, como los perros que saben oler hasta el miedo, vivo en un universo dominado por olores. Y cada olor, destapa un recuerdo. Describirlos, escribirlos, es una terapia de alto voltaje emocional…
Era por la mañana y, como de costumbre, hacía un calor de mil demonios. Yo, que empezaba a recuperarme de aquel horrible viaje de banglassi, salía de la habitación (la número 11) al mismo tiempo…
A mí, que siempre fui una niña mística y solitaria, me gustaba aquella paz. Tanto que, años más tarde, quise apuntarme a las clases de yoga infantil en Sadhana…
Un día, mientras comía con mi familia en casa, mi hermana me dijo, “Han abierto un bar nuevo. Se llama La E.S. Vente un día con tu amiga C.”
Tomo prestada la frase de Nietzsche a propósito de Goethe, y la hago mía “lejos de apartarme de la vida, me sumergí en ella; no fui pusilánime, y acepté todas las responsabilidades posibles”.